Por qué la equidad es buena para todos



Hace unos días compartía con ustedes algunas reflexiones acerca del Plan de acción para la implementación de la Agenda 2030 en España. De entre los asuntos que en mi opinión deberían figurar en un plan de esta relevancia –pero que han sido orillados por ahora en el borrador del gobierno– destaca el de la lucha contra la desigualdad. La inequidad en el ingreso, protección y oportunidades que disfrutan los ciudadanos de nuestro país no solo constituye un problema de primer orden para quienes sobreviven en el lado equivocado de la brecha, sino que amenaza con definir a nuestra sociedad durante generaciones.

Los datos fríos han sido repetidos hasta el aturdimiento: medidos por el coeficiente de Gini (un indicador ampliamente aceptado de desigualdad de ingreso), Eurostat sitúa a España como el cuarto país más desigual de la UE tras Bulgaria, Lituania y Rumanía. La desigualdad en 2016 era prácticamente igual que en 2014 y considerablemente más alta que antes de la crisis, aunque hoy sabemos que la peor herencia de la Gran Recesión se fraguó mucho antes, en las inequidades estructurales de nuestro sistema de generación y utilización de los ingresos. No lo encontrarán en la estrategia de desarrollo sostenible del gobierno, pero nuestro país se define hoy más por la vulnerabilidad extrema de un tercio de sus niños, el precariado de los jóvenes, la consolidación del fenómeno de los ‘trabajadores pobres’ o la brecha de oportunidades por territorios, que por cualquier otra cosa.

He recuperado estos días un libro de 2009 escrito por dos investigadores de los determinantes sociales de la salud que ayuda a comprender el orden de magnitud de este desafío. Desigualdad: Un análisis de la (in)felicidad colectiva (Turner) tenía en su edición original en inglés un subtítulo más prometedor: Por qué la equidad es buena para todo el mundo. Por que sus autores (Richard Wilkinson y Kate Pickett) dedican sus casi 400 páginas a explicar exactamente esto: con independencia de sus consideraciones morales o ideológicas sobre la equidad, una sociedad desigual es una sociedad en la que algunos pierden mucho y todos ganan menos de lo que podrían ganar.

Se trata de rentas económicas, naturalmente, pero va mucho más allá. En realidad, creo que lo más importante es todo lo demás. Tras contraponer en la primera parte del libro el éxito material al fracaso social, Wilkinson y Pickett comienzan un relato espeluznante en el que la inequidad determina los aspectos más básicos de nuestras vidas y de nuestro orden social. Desde las relaciones personales y la salud, a los niveles de criminalidad, la violencia y el reparto de oportunidades, algunos países desarrollados salen mucho peor parados que otros y las consecuencias de este fracaso no se concentran en grupos cerrados de población, sino que las sufre el conjunto de las sociedades. Conviene recordar estos elementos al repasar la escala europea de la desigualdad.

El resto de la conversación no es muy diferente del recetario que protagoniza cualquier debate electoral en cualquiera de nuestras sociedades: diagnóstico sobre el origen del problema, estrategias de gasto e ingreso, margen de maniobra político o creatividad para abordar desafíos nuevos. Y, por supuesto, voluntad política, que los autores sitúan en el vértice de cualquier solución. Pero es en la conciencia misma del problema y sus consecuencias en donde el libro hace un énfasis mayor. Precisamente el problema que parece prevalecer en España.

El País


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