Avance de la instrucción pública
En 1979, Christopher Lasch, uno de los espíritus más penetrantes de este siglo, describía en estos términos el declive del sistema educativo estadounidense:
“La educación en masa, que prometía democratizar la cultura, antes restringida a las clases privilegiadas, acabó por embrutecer a los propios privilegiados. La sociedad moderna, que ha logrado un nivel de educación formal sin precedentes, también ha dado lugar a nuevas formas de ignorancia. A la gente le es cada vez más difícil manejar su lengua con soltura y precisión, recordar los hechos fundamentales de la historia de su país, realizar deducciones lógicas o comprender textos escritos que no sean rudimentarios.”
Veinte años después, nos vemos obligados a reconocer que buena parte de estas críticas pueden aplicarse a nuestra propia situación. Es obvio que no se trata de una coincidencia. La crisis de la antes denominada “Escuela Republicana” ya no puede separarse de la crisis que afecta a la sociedad contemporánea en su conjunto. Indudablemente, dicha crisis forma parte del movimiento histórico que, además, desintegra las familias, descompone la existencia material y social de los pueblos y los barrios, y de forma generalizada, destruye progresivamente todas las formas de civismo que, todavía hace unas décadas, condicionaban buena parte de las relaciones humanas. Con todo, esta constatación, totalmente banal por sí misma, podría no tener consecuencias (o incluso conllevar consecuencias ambiguas), si no lográsemos captar además la naturaleza de esta sociedad moderna, es decir, comprender qué lógica rige su movimiento. Sólo entonces será posible calibrar hasta qué punto los actuales progresos de la ignorancia, lejos de ser el producto de una deplorable disfunción de nuestra sociedad, se han convertido en una condición necesaria para su propia expansión.
El diseño de la 'escuela de la ignorancia' por las élites internacionalistas
En septiembre de 1995, bajo la égida de la fundación Gorbachov, “quinientos políticos, líderes económicos y científicos de primer orden” que se consideraban a sí mismos la élite mundial, tuvieron que reunirse en el Hotel Fairmont de San Francisco para contrastar sus puntos de vista acerca del destino de la nueva civilización. Dado su propósito, el foro estuvo presidido por una voluntad de lograr la más estricta eficacia: “Estrictas reglas obligan a todos los participantes a olvidar la retórica. Los conferenciantes sólo disponen de cinco minutos para introducir el tema: ninguna intervención durante los debates debe sobrepasar los dos minutos.” Una vez definidos estos principios de trabajo, la asamblea comenzó reconociendo, como una evidencia que no merecía discusión, que “en el próximo siglo, dos décimas partes de la población activa serían suficientes para mantener la actividad de la economía mundial”. Partiendo de bases tan sinceras, pudo formularse con todo el rigor el principal problema político al que el sistema capitalista se vería confrontado en las próximas décadas: ¿cómo podría la élite mundial mantener la gobernabilidad del ochenta por ciento de la humanidad sobrante, cuya inutilidad había sido programada por la lógica liberal?
Tras el debate, la solución que acabó imponiéndose como la más razonable fue la propuesta por Zbigniew Brzezinski con el nombre de tittytainment. Con esta palabra-baúl se trataba simplemente de definir un “cóctel embrutecedor y de alimento suficiente que permitiera mantener de buen humor a la población frustrada del planeta”. Este análisis, cínico y despreciativo, tiene la evidente ventaja de definir, con toda la claridad deseable, el pliego de condiciones que la élites mundiales asignan a la escuela del siglo XXI. Partiendo de éste análisis, se puede deducir, con un mínimo margen de error, las formas a priori de toda reforma destinada a reconfigurar el aparato educativo según los únicos intereses políticos y financieros del Capital Internacional. Entremos por un instante en este juego.
En primer lugar, es obvio que un sistema de estas características deberá conservar un sector de excelencia, destinado a formar a las distintas élites científicas, técnicas y de gestión al más alto nivel. Éstas serán cada vez más necesarias a medida que la guerra económica mundial se vaya recrudeciendo.
Estos polos de excelencia, con condiciones de acceso forzosamente muy selectivas, tendrán que seguir transmitiendo de forma rigurosa (es decir, en lo esencial, seguirán probablemente el modelo de la escuela tradicional34) no sólo los saberes sofisticados y creativos, sino también (cualesquiera que sean, aquí y allá, las reticencias positivistas de tal o cual defensor del sistema) el mínimo de cultura y espíritu crítico sin el que la adquisición y el dominio efectivo de dichos saberes carece de sentido y, ante todo, de cualquier utilidad verdadera.
En cuanto a las competencias técnicas medias –la Comisión Europea estima que tienen “una vida aproximada de diez años, y que el capital intelectual se deprecia un 7% por año, lo que va unido a una reducción correspondiente de la eficacia de la mano de obra”– el problema es algo diferente. En definitiva se trata de saberes desechables, tan desechables como los humanos que los detentan provisionalmente, en la medida en que, al basarse en competencias rutinarias y estar adaptados a un contexto tecnológico preciso, dejan de ser operativos en cuanto se supera su propio contexto. No obstante, desde la revolución informática, se trata de habilidades que, desde una perspectiva capitalista, sólo presentan ventajas. Un saber utilitario y de índole principalmente algorítmica, esto es, que no requiere forzosamente ni la autonomía ni la creación del que lo utiliza, es un saber que, en condiciones extremas, puede aprenderse solo, es decir, en la propia casa, ante un ordenador con el programa educativo correspondiente. Generalizando, en el caso de las competencias intermedias, gracias al empleo de la enseñanza multimedia a distancia, la clase dominante podrá matar dos pájaros de un tiro. Por un lado, las grandes compañías (Oivetti, Philips, Siemens, Ericsson, etc.) estarán destinadas a “vender sus productos en el mercado de la formación continua gobernado por las leyes de la oferta y la demanda”. Por otro, decenas de miles de profesores (es sabido que su financiación representa la parte fundamental de los gastos del presupuesto para la educación) se transformarán en algo completamente inútil y podrán, así, ser despedidos, lo que permitirá a los Estados invertir la masa salarial ahorrada en operaciones más rentables para las grandes compañías internacionales.
Por supuesto, quedan los más numerosos; los que el sistema destina a seguir desempleados (o empleados de forma precaria y flexible, por ejemplo, en los distintos trabajos basura) en parte porque, según los términos escogidos por la OCDE, “nunca constituirán un mercado rentable” y porque su “exclusión social se agudizará a medida que los otros sigan progresando”. Es ahí donde el tittytainment deberá encontrar su campo de acción. Efectivamente, es obvio que la costosa transmisión de saberes reales y, por tanto, críticos, así como el aprendizaje de los comportamientos cívicos elementales o incluso, sencillamente, el fomento de la rectitud y la honestidad, no presentan aquí ningún interés para el sistema. De hecho, en ciertas circunstancias políticas, pueden llegar a suponer una amenaza para su seguridad. Obviamente es en esta escuela para la mayoría donde debería enseñarse la ignorancia en todas sus formas posibles. No obstante no se trata de una tarea fácil y, hasta el momento, salvando algunos progresos, los profesores tradicionales no han recibido una formación adecuada al respecto. La escuela de la ignorancia requerirá reeducar a los profesores, es decir, obligarles a “trabajar de una forma distinta”, bajo el despotismo ilustrado de un ejército potente y bien organizado de expertos en “ciencias de la educación”. Evidentemente, la labor fundamental de dichos expertos será definir e imponer (por todos los medios de que dispone una institución jerárquica para garantizar la sumisión de los que de ella dependen) las condiciones pedagógicas y materiales de lo que Debord llamaba la “disolución de la lógica”: en otras palabras, “la pérdida de la posibilidad de reconocer instantáneamente lo que es importante y lo que es accesorio o está fuera de lugar; lo que es incompatible o, por el contrario, lo que podría ser complementario; todo lo que implica tal consecuencia y lo que, al mismo tiempo, impide”. Debord añade que un alumno adiestrado de tal forma se encontrará “desde el principio, al servicio del orden establecido, aunque su intención haya podido ser absolutamente contraria a este resultado. En esencia, conocerá el lenguaje del espectáculo, ya que es el único que le será familiar: el lenguaje con el que le habrán enseñado a hablar. Sin duda, querrá mostrarse enemigo de su retórica, pero utilizará su sintaxis”.
En lo relativo a la eliminación de cualquier common decency, es decir, a la necesidad de transformar al alumno en consumidor incívico y, si es necesario, violento, es una tarea que plantea infinitamente menos problemas. En este caso, basta con prohibir toda institución cívica eficaz y reemplazarla por cualquier forma de educación ciudadana, popurrí conceptual más fácil de difundir porque, en resumidas cuentas, no hace sino reforzar el discurso dominante de los medios y el mundo del espectáculo. Así pues, se podrán fabricar consumidores de derecho en serie, intolerantes, pleiteistas y políticamente correctos. Por tanto, serán fácilmente manipulables al tiempo que presentarán la ventaja nada desdeñable de poder engrosar, según el modelo estadounidense, los grandes gabinetes de abogados.
Naturalmente, los objetivos asignados a lo que quede de la escuela pública supondrán una doble transformación decisiva a más o menos largo plazo. Por un lado, habrá una transformación de los profesores, que deberán abandonar su estatus actual de sujetos a los que se supone un saber, para formar parte de los animadores de diferentes actividades de valores o transversales, de salidas pedagógicas o de foros de discusión (evidentemente concebidos según el modelo de los programas de debate televisivos); a fin de rentabilizar su uso, también serán animadores encargados de distintas tareas materiales o de refuerzo psicológico. Por otro, la escuela se convertirá en un espacio de vida, democrático y alegre, a un tiempo guardería ciudadana –en la que la animación de las fiestas (aniversario de la abolición de la esclavitud, nacimiento de Víctor Hugo, Halloween…) podrá correr a cargo de las asociaciones de padres más deseosos de implicarse, con la rentabilidad que conlleva– y un lugar liberalmente abierto tanto a todos los representantes de la ciudad (militantes de asociaciones, militares jubilados, empresarios, malabaristas o faquires, etc.) como a todas las mercancías tecnológicas o culturales que las grandes marcas, convertidas en colaboradoras explícitas del “acto educativo”, juzguen adecuado vender a los distintos participantes. Pienso también que surgirá la idea de colocar en la entrada de ese gran parque de atracciones escolares algunos dispositivos electrónicos muy sencillos para detectar la presencia eventual de objetos metálicos.